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Elegía en código de barra

La muerte de Pablo Antillano dejó un largo silencio en esta cantina. Más allá de la simple ausencia de ruido, esta pausa es el piso de un recuerdo donde siempre hubo un árbol, un banco y una sonrisa asistidos por la constancia de la brisa fresca; un lapso para alojar la duda o el temor ante los cambios o, acaso, para reforzar la expectativa ante la frase que trae algún alivio, alguna solución: un momento expresado en código de barra; es decir, un gesto propio del estilo de los clientes exclusivos (por su inteligencia y sensibilidad) que hacen vida en ciertos bares, resistidos a la cosificación y a los seriales de etiqueta.

Para hacer una elegía a Código de barra, el bar virtual de Pablo, hay que hablar en el lenguaje de estos breves metros planos que soportan, además de vasos y botellas, secretos de viejas amistades, penas trocadas en canciones y frases de euforia o desamparo o, simplemente, destellos de esa genialidad que viene con los primeros tragos.

Código de barra fue nuestro brillante antecedente. Comenzó en papel –o “en físico” como se dice ahora- en 2006 en un bar de La Candelaria, al calor de una animada tertulia que por momentos revivió las costumbres de las antiguas peñas localizadas entre Viernes y Sardio -grupos literarios de buen beber- cuando “la vida tenía menos prisa y más gracia”, como diría el bueno de Picón Salas.

Aquellas peñas eran ya un recuerdo –frase tanguera por excelencia- cuando nuestro amigo aparece en escena. O, al menos, en mi escena: yo era un liceísta periférico y los días eran tan blanquinegros como las páginas del diario El Nacional, cuyo Cuerpo C Pablo coordinaría con destreza.

Ya Carlitos Noguera había concluido las historias de una sabana que comenzaba en la calle Lincoln y se extendía hasta Tierra de nadie en la UCV, Antonieta Madrid se había decepcionado del hombre nuevo, Barrera Linares se había bebido la parodia leomarinesca en el bar de sus primeros cuentos y la pandilla Lautreamont comenzaba a disolverse en los vasos republicanos de Luis Camilo Guevara y Caupolicán Ovalles.

 

Entonces todo el mundo amaba a Adriano,

a Soto y a Salvador,

a Lerner, a Otero,

a Santiago Pol.

Despuntaba un periodismo cultural de altura. Y ahí estaba Miyó Vestrini, Joselolo Pulido, Ramón Hernández, Nabor Zambrano y unas muchachas que combinaban muy bien la comunicación social con la poesía: Patricia Guzmán y Maritza Jiménez, quienes solían reunirse animadas por el vino blanco de la amistad artística con María Auxiliadora Álvarez (Muchi), Edda Armas y Yolanda Pantin.

En aquel tiempo Vicente Gerbasi era el jefe de la Revista Nacional de Cultura y despachaba desde una discreta quinta ubicada en Las Mercedes al lado del edificio Macanao, sede administrativa del Instituto Autónomo Biblioteca Nacional, adonde la dupla conformada por Eduardo Liendo y Sael Ibáñez solía acudir para de un tiro matar sendos pájaros: sus status en el reino de Virginia Betancourt y las colaboraciones con el viejo maestro.

Pablo Antillano era el animador de un siglo que tocaba a su fin, desde Fundarte, desde la publicidad, desde el papel impreso. Y con el encanto que quedaba de aquel, pasó a formar parte de la resistencia de este, ante el desencanto que produjo el fraude del trasnocho político de cuyo lema no quiero acordarme.

Así, al acodarse entre las esquinas de Peligro y Alcabala tocado de pelotero y dispuesto a darle al “Guernica fondo blanco”, en paráfrasis tropicalia de Delgado Senior, Pablo incorpora su revista a la blogósfera y la convierte en el álbum de la amistad.

Y allí están de pie, de izquierda a derecha, Pablo con su gorra azul, el viejo diseñador de El Diario de Caracas: Raúl Azuaje, el articulista disidente Tulio Hernández y, en el fondo, se recortan contra la barra los clientes que llegan sedientos después de una de las innumerables marchas y se apretujan en el Guernica en procura de una polarcita helada.

Luego vino la entrega puntual en Facebook, la reseña de eventos, la reflexión y el comentario crítico que contó con todos mis likes y mis mejores brindis. Y pronto llegó la mala hora con la noticia que inundó las redes el miércoles 6 de febrero:

Se murió el hijo de Sergio Antillano, el hermano de Laura la novelista y de Sergio el científico; el pariente -suerte de primo mayor- de los hijos-artistas del maestro Alfredo Armas Alfonzo:   Ricardo, Carlo, Anella, Enrico y Edda.

Una baja importante en esta cultura que está por renacer.

Esta entrada tiene un comentario

  1. Alberto Hernández

    Excelente artículo para celebrar la vida deun hombre imprescindible en nuestra cultura y en nuestro periodismo.
    Gracias, Adriana.

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