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Humphrey Bogart, un detective entre el bourbon y el scotch

Bogie y El Monstruo

Si Lauren Bacall hubiese adivinado que la invitación de John Huston le valdría el único Óscar que su marido ganaría en su larga carrera de actor, no habría dudado cuando este colgó el teléfono y le dijo:

“El Monstruo quiere que vaya a rodar en plena selva africana, con cuarenta grados a la sombra, en una aldea plagada de mosquitos y rodeada de animales salvajes”.

Ella esbozó una sonrisa en close-up como hacían las divas en la era dorada de Hollywood. Humphrey era la cabeza del Rat Pack, su grupo de amigos, y sabía que con la propuesta del director se avecinaba una tormenta. De hecho, Bogie llamaba a su jefe “El Monstruo” porque: “John es la única persona que conozco capaz de beber más whisky que yo en una sola tarde”, como solía decir con orgullo.

La tormenta anunciada llegó con La reina del África, película filmada en los escenarios naturales de Uganda, donde el equipo hubo de salvar innumerables obstáculos —la malaria, por ejemplo—, lo que estrechó aún más el lazo, como apuntó El Monstruo:

“Tuvimos muchas enfermedades en las cataratas Murchison. Yo hacía una ronda todas las mañanas para asegurarme de que todo el mundo tomaba las píldoras de paludrina, e inspeccionábamos continuamente la cocina, pero, a pesar de ello, la gente caía enferma. Finalmente descubrimos que los filtros del agua no funcionaban bien. Entonces hicimos traer agua embotellada por ferrocarril desde Nairobi, pero la enfermedad continuaba. Resultó que el agua de las botellas estaba tan contaminada como la del río. Bogie y yo nunca enfermamos, probablemente porque siempre bebíamos el agua con whisky”.

Bogart, detective privado

Aquella amistad cumplía diez años de añejamiento en barricas de roble. Comenzó en 1941 cuando Huston hizo su primera película y Bogart su primer detective memorable: el Sam Spade de El halcón maltés, basada en la novela de Dashiell Hammett.

La cámara le permitía al Monstruo hurgar en el interior de los actores y extraer sus virtudes. Era una autoridad en el tema Bogart y con pocos trazos pudo hacer su retrato:

“Bogie era un hombre de estatura media, no particularmente notable fuera de la pantalla, pero algo sucedía cuando estaba interpretando el papel adecuado. Aquellas luces y sombras se transformaban en una personalidad diferente, más noble y heroica”.

Raymond Chandler, el creador del detective Philip Marlowe, dio una calada a su pipa asintiendo ante las palabras de Huston, inundó de humo la pequeña oficina de Paramount Pictures, y finalmente dijo:

“Bogart sabe ser duro sin una pistola. Además tiene un sentido del humor que contiene un sutil matiz de esprecio. Transmite autenticidad. Es genuino”.

Esto ocurrió en 1946 cuando Bogie se metió en la piel de Marlowe siguiendo el guión de William Faulkner basado en El sueño eterno, la primera novela de las siete que Chandler le dedicó a su personaje favorito.

A partir de entonces, el imaginario colectivo adaptó el rostro del astro al detective privado, un “lobo solitario” que unas páginas más adelante, en El largo adiós, mostrará una personalidad bien definida al expresar:

“Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más”.

En las historias de Chandler el whisky es parte de la atmósfera. Todos sus personajes lo aman. El protagonista lo disfruta a diario y cumple con religiosidad el orden establecido (whisky, mujeres, ajedrez). En Adiós muñeca (1940), el scotch seco o con soda lo prepara para entenderse con las chicas:

“Extendió el brazo en busca de mi vaso, sus dedos rozaron los míos y me resultaron muy suaves al tacto… Vertió una buena cantidad de whisky de aspecto añejo en mi vaso y añadió un poco de soda. Era el tipo de bebida alcohólica que piensas que puedes beber eternamente y que te hace temerario”.

“Bajé al vestíbulo y descorrí el pestillo. Luego me duché, me puse el pijama y me tumbé. Podría haber dormido durante una semana, pero salí de nuevo de la cama para quitar el seguro de la puerta de mi apartamento, algo que había olvidado hacer; luego me costó tanto trabajo llegar a la cocina y sacar dos vasos y una botella de buen scotch (reservado para una seducción de mucha altura) como si hubiera tenido que atravesar la nieve acumulada durante varias ventiscas”.

Marlowe le fue más fiel al whisky que a las mujeres. Solo una vez lo traicionó inducido por su acompañante, un personaje llamado Terry Lennox, quien en el bar Victor’s lo invita a probar su coctel preferido y le explica:
“Un verdadero gimlet es mitad ginebra y mitad Rose’s Lime Juice, y nada más”.

El color del whisky

Entre la realidad y la ficción Humphrey Bogart y Philip Marlowe disfrutaron el “diluvio dorado” del bourbon y el scotch. El detective siempre contó con la compañía de los destilados de Kentucky como el Old Grand Dad y el Old Forester. El primero producido desde 1840 en la planta Jim Beam en Clermont y el segundo, hecho por Brown-Forman Corporation, fue el primer bourbon vendido exclusivamente en botellas selladas. También el Brooklyn Scotch lo ayudó a superar los casos de faldas y a resolver los criminales.

Al final de El largo adiós junto al olor del trago queda flotando en el aire el desprecio que las frases de Robert Wade, un escritor sospechoso de asesinato, le dirige al héroe de Chandler:

“Es bonito el color del whisky, ¿no le parece? Ahogarse en un diluvio dorado…, no está demasiado mal. ‘Perecer a medianoche sin sufrir’. ¿Cómo continúa ese verso de Keats? Perdone, claro; no tiene por qué saberlo. Demasiado literario. Porque usted es un polizonte, ¿no es eso?”.

En ese momento la cámara describe un brindis entre Marlowe y Bogie, luego avanza en travelling hasta el rostro del actor, lo lleva a primer plano y este repite los versos de John Keats de la Oda a un ruiseñor que el detective le ha dictado de memoria:

“Perecer a medianoche sin sufrir, mientras tú derramas tu alma hacia lo lejos, ¡absorto en este éxtasis! Seguirías cantando para mi oído en vano, pues yo sería tierra para tu intenso réquiem”.

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