Una tribu profética
Quizá el pequeño grupo de gitanos que sobrevivió a la larga travesía por Europa Central a principios del siglo XIX no pudo advertir la importancia de su arribo a París. Al apenas entrar a la Ciudad Luz, en calidad de desplazados del Reino de Bohemia, la troupe acostumbrada a la errancia borraría todo vestigio de su zona de confort en el Imperio austríaco y se acomodaría con sus vicios y virtudes en las orillas del Sena para darse a conocer como le bohémiens.
Los miembros de esa “tribu profética de pupilas ardientes”, como la llamará poco después el poeta Charles Baudelaire, ya eran conocidos en Europa desde el siglo XV, cuando llegaron desde la India, como gitanos, egipcianos o zíngaros. De modo que aquellos nuevos bohemios sólo prestaron la idiosincrasia de la raza romaní a occidente para contribuir con la definición de una tendencia cultural hecha de informalidad, nomadismo y sensualidad.
Es el nacimiento de la bohemia.
Los primeros bocetos
Claro que estas características ya las exhibían unos cuantos personajes desde la antigüedad. Los gitanos sólo vienen a reforzarlas. Su aporte armoniza con los residuos del Romanticismo: estimula los secretos de la noche, la libertad de creación y el ingreso a los paraísos artificiales. No obstante, es este el punto de partida que justifica la corta existencia de un escritor parisino llamado Henry Murger.

Murger murió a los treinta y ocho años tuberculoso y pobre como sus personajes. En 1849 recoge los cuadros de costumbres que venía difundiendo a modo de folletín bajo el título Escenas de la vida bohemia, no sin antes advertir en un extenso prólogo que sus bohemios “no tienen nada que ver con los bohemios que los dramaturgos del teatro de bulevar han convertido en sinónimos de pillos y de asesinos”. Estos son caballeros del buen vivir y del mejor beber que descienden de Homero y Petronio, Villon o Rabelais, e incluso de su contemporáneo Théophile Gautier.
Sus personajes son artistas anónimos y paupérrimos que se valen del ingenio para subsistir, como lo hace una noche el pintor Schaunard con un cliente que acude a sus buenos oficios para ser inmortalizado en un retrato, a quien persuade de modo muy fino para que ordene una cena cuyo menú, redactado por el propio retratista, exigía varias botellas de vino de Burdeos y haría “palidecer al Vatel del establecimiento”.
Pero el golpe mayor de esta picaresca se da post mortem, en 1896, cuando Giacomo Puccini, inspirado en los cuadros de Murger, estrena en Turín su ópera La bohème bajo la dirección de Arturo Toscanini.
El vino de los poetas
¿Vienes del cielo profundo o surges del abismo,
Baudelaire. Himno a la belleza.
Oh, Belleza? Tu mirada infernal y divina,
Vuelca confusamente el beneficio y el crimen,
Y se puede, por eso, compararte con el vino.
Una vez más la realidad supera a la ficción: en los pasajes de París aparecen los poetas malditos. Estos son bohemios duros que pernoctan “bajo pórticos vastos”, viajan a los paraísos artificiales del éter, del opio y del hachís, y conciben obras que son condenadas por obscenidad y blasfemia.
Esto ocurre con Las flores del mal en 1857 y obliga a Baudelaire a excluir seis poemas. No obstante, la mutilación deja intacta la esencia: el lado oscuro de la belleza. Y el poeta alza la copa de vino para brindar por el beneficio que en lo sucesivo el abismo le prestará a la estética.
Así lo entiende Jean Arthur Rimbaud quien después de pasar Una temporada en el infierno (1873) le canta a su paraíso perdido: “Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde corrían todos los vinos, donde se abrían todos los corazones”.
Pese a Murger, quien afirmó que la bohemia sólo podía darse en París, el espíritu del siglo facilita la expansión de esta tendencia ahora marcada por el malditismo: cruza el canal de la Mancha y circula en las venas de Robert Louis Stevenson quien entre las ensoñaciones producidas por la morfina y el alivio de la cocaína escribe en tres días su obra maestra El extraño caso del Dr Jekyll y Mr Hyde (1886).
El arte es una aristocracia
El cronista guatemalteco Enrique Gómez Carrillo cuenta que hacia 1890:
Un poeta muy notable, aunque casi desconocido en España, Rubén Darío, estuvo a punto de asesinar a un periodista amigo suyo que tuvo la ocurrencia de llamarle bohemio.
¿Bohemio? Gritaba el autor de Azul -¿…bohemio yo?… -¡Pues no faltaba más! Los bohemios ya no existen sino en las cárceles o en los hospitales. En nuestra época los literatos deben llevar guantes blancos y botas de charol. El arte es una aristocracia…
De este modo, el padre del Modernismo hispanoamericano aparta sus “manos de marqués” de los excesos y permanece en Madrid detrás de su vaso de whisky con soda o de su copa de cognac Martell, pensando quizá en el ajenjo que arrasó con la poca cordura que le quedaba a Vincent van Gogh o en la voluptuosidad que condujo a la miseria a tantos escritores de la época.
Otro nuevo texto de Ángel Gustavo Infante, cargado de las mejores palabras, y mejor música, para informarnos poeticamente de personajes del arte que tienden a esconderse en los recobecos del pasado.