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Una taza de café

A Pietro Carbone

Ayer tarde, al servir un espresso, el aroma me trajo a la memoria la ensoñación de nuestro Andrés Bello al probar una noche en Santiago de Chile el fruto de su otrora hacienda caraqueña, en bellísima evocación escrita por Luis Correa en 1923. Hoy la ofrezco en esta barra para brindar a distancia con los compatriotas que se han ido al país austral.

“Inusitada alegría se reflejaba aquella noche en el rostro de Don Andrés Bello. Una onda de calor, tibia y fragante como en los días de su lejana juventud, aceleraba los latidos de su corazón, y por su frente, de ordinario pálida, sombreada por el dolor, pasaba una luz acariciadora. Hasta sus piernas rígidas, clavadas por el mal en muelle poltrona, parecían librarse de ataduras y dolencias.

Había recibido, junto con una carta de Antonio Leocadio Guzmán fechada en Lima, en la que éste le pedía su opinión sobre el Congreso Americano y la unión de los pueblos libertados por Bolívar, varias muestras de café de Venezuela. Conmovedora ternura lo invadía al contacto del fino grano, en cuya entraña se escondía el aroma del valle risueño que un día de mediados de junio de 1810 recibió, sin que él lo sospechara siquiera, desde las alturas de Campo Alegre, la última caricia de sus ojos. Y la emoción se tornó en impaciencia cuando en los rótulos de las talegas vio escrito el nombre de El Helechal,
hacienda que en tiempos más felices fuera suya y de sus hermanos. Con gesto nervioso, al que acompañaba apenas su voz gastada, ordenó le prepararan una taza de aquel café, que tenía virtudes mágicas para su imaginación adormecida.

Cuando la criada entró a su despacho con la humeante bebida, el jurista eminente, árbitro de naciones, cuyos ademanes reposados revelaban la nobleza y la paz de su espíritu, se hallaba sentado a su mesa de trabajo, de espaldas a un pesado armario en el que los libros se apretaban en hileras, y se preparaba a contestar las preguntas que hacía su sagaz compatriota.

Colocada la cafetera y sus adminículos en la maciza mesa de roble, hizo el anciano un gesto a la criada, quien partió de puntillas, y solo, muy quedamente, como quien cierra las cortinas a un niño que duerme, vertió en la taza la aromosa tinta, y bebió, bebió, con leticia, trago a trago, hasta tocar los inciertos lindes del sueño, el breve minuto en que toda materialidad desaparece y el alma se desprende del cuerpo dejándonos sumidos en éxtasis inefable…

Soñaba el poeta con la querida malqueriente, con la Patria. Se veía joven, fuerte, pasear con sus hermanos por los sombreados corredores y el ancho patio de El Helechal, en la Fila de Mariches. A lo lejos, como una garza oscura en actitud de tender el vuelo, estaba Caracas, la ciudad de sus amores. ¡Caracas! Rojeaban sus techos a la luz del sol, entre bucares florecidos y verdinegros saucedales.

Tomaba luego el descenso por la cuesta amarillenta; vadeaba arroyos; saltaba por entre palizadas que festoneaban los cundeamores, dejaba atrás a Petare, atalayado en viva roca, y aparecían los campos de Chacao, fausto de la Colonia.

Allí, allí, y su índice señalaba la casona señorial, de arquería tallada en berroqueña. Dábase una fiesta de arte, animada por la grave cortesanía de Martín Tovar y por la suavidad de gestos y palabras de Rosa Galindo, su mujer. Por el jardín a la francesa discurrían las parejas de enamorados, en tanto que la orquesta, dirigida por el maestro Juan Manuel Olivares, deshojaba lentamente las armonías de un paso de pavana.

Comenzaba la tarde a dorar las cimas del Ávila con oros de antañona casulla, olorosa a ranciedad y a verbena. Con un grupo de caballeros, entre los cuales José Félix Ribas descuella por su arrogancia varonil y Tomás Montilla por su alegría comunicativa, va Andrés Bello de vuelta a su ciudad.

Apenas se fijan en el torreón de la hacienda de los Ibarra, empenechado de humo denso, y en la fila de chaguaramos, que agitan sus cimeras, como airones de solariega hidalguía.

De pronto, se insinúa en una curva del camino,

La verde y apacible
Ribera del Anauco

Bucólico paisaje digno de Teócrito se desarrolla ante sus ojos humedecidos por las lágrimas. ¡Cuántos recuerdos evocados en un instante por el correr de esas aguas cristalinas! Sus primeros versos, sus primeros amores.

Las finas bestias, echadas al trote por sus jinetes, levantan el polvo de la ciudad, y las caladas celosías se abren con cautela al paso de la cabalgata.

Hasta la Plaza Mayor, presos en el hechizo de la hora, no cambian los paseantes una sola frase. Al pie de la Torre, frente a los portales descalabrados, se despiden con efusión. Pensando en la cena aderezada por su madre, que gustará al lado de sus buenas hermanas, una de las cuales, María de los Santos, los ha dejado hace poco por la paz de las Monjas Carmelitas, y de los hermanos que hablan de empresas agrícolas, de la bondad de las cosechas y del próximo arribo a La Guaira de una corbeta que zarpará inmediatamente para La Coruña, con café y cacao de sus fundos. Andrés Bello endereza su caballo hacia el norte, pero antes de desmontarse en su casa de Las Mercedes, galopa hasta el templo de La
Trinidad y contempla con cariño el samán plantado a orillas del Catuche…

Las voces de dos discípulos amados, José Victorino Lastarria y Miguel Luis Amunátegui, despiertan al anciano con un respetuoso Buenas Noches.

Con voz húmeda de llanto les contesta el Maestro, y musita, balbuce como un niño, soñando acaso todavía, estos versos dolorosos:

Naturaleza da una madre sola
Y da una sola patria…”.

Luis Correa
(1884-1940)

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