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Cuentos de cantina: Un trabajo limpio

Cuentos de cantina: Un trabajo limpio

-Cuando la conocí gran parte de su vida había pasado. Me dijo sin saludar y pidió un whisky.

Era la primera vez que lo veía. Había salido de la nada y de pronto estaba frente a mí con ganas de hablar. Era un hombre sin atributos, como el de Musil, que se abría paso con dificultad hacia la tercera edad.

-Tenía sesenta y cinco años y algunos restos de belleza. -Continuó después del primer trago- Nunca vi una foto de su juventud, ¿cómo le parece?, ¿cómo puede uno ilusionarse con alguien tanto tiempo después y confiar en la versión que esa persona haga de su vida? Sólo un pendejo como yo, claro, sólo a mí se me ocurre, sólo a mí me pasa una vaina así.

Sabía que en algún momento pediría mi participación: era su interlocutor, el único, a esa hora la barra parecía una pista de aterrizaje despejada y silenciosa. Conozco bien a los clientes de este tipo: los extrovertidos que vienen a hacer terapia y se toman hasta la última gota de los honorarios del siquiatra. A estos es mejor no interrumpirlos, hay que dejarlos hablar hasta que la voz se convierta en otro ruido de fondo.

En realidad no necesitaba mi opinión. Pensaba en voz alta. Decidí aplicar la  estrategia de aquel barman en la serie O Negócio que transmite HBO, un muchacho de afro que se limitaba a reponer el trago en absoluto silencio ante el torrente verbal que manaba incontenible del doctor Zanini, el novio de Magali, quien de ese modo buscaba alivio a sus angustias por amar a una bella, traviesa y distinguida prostituta.

Me limité a asentir o a negar con la cabeza para que el hombre hablara de una buena vez.

-Y confié, vaya si confié. Y después desapareció con todo. Tuve que viajar a Panamá este fin de semana para arreglar unos asuntos urgentes. Ella decidió esperarme en casa. Regresé anoche y no la encontré. No estaba ni ella ni mi camioneta ni el mobiliario. No se llevó el apartamento de vaina. Dijo al recibir el segundo whisky y, por fin, vino el principio:

-La conocí el año pasado en un restaurant de Las Mercedes. Almorcé con un cliente y luego me quedé solo planificando la venta. Ella estaba en la mesa de al lado un poco contrariada porque alguien la había dejado plantada. Tenía el celular descargado y le presté el mío, pero advirtió que no recordaba ningún número. Entonces la invité a un trago para consolarla, sólo por cortesía. Después de todo, coño, era una mujer elegante y uno nunca sabe; en todo caso ya había cuadrado el negocio y un poco de relax no me venía mal y a ella tampoco. La mujer aceptó y me mudé a su mesa. No me llamó la atención de inmediato. Era mayor que yo, supongo, me llevaba unos cuatro años. Ahora no estoy seguro de nada. Lo cierto es que comienzo a salir con mi “abogada” -nunca vi su título, confiaba en su palabra- y no era que estaba buena, a esta edad eso cuenta poco, pero tenía lo suyo, un no se qué especial: era graciosa, tenía clase y contaba muy bien las supuestas anécdotas de su vida. Fue actriz en su juventud, o, más bien, todo el tiempo. Después estudió derecho en Bogotá. Allá se casó y enviudó. No tuvo hijos. En fin, siempre me venía con un cuento distinto. Y cuando le decía para ir a su casa me ponía veinte mil obstáculos. Así que durante los meses que estuvimos juntos sólo nos vimos en la calle y en mi casa. Yo vivo solo, mi familia está dispersa por el mundo. Mi ex se volvió a casar en Bilbao.

Luego pidió el tercer whisky y guardó silencio. Me miró como tratando de recordar algo o miró a través de mí buscando entre las botellas alguna pieza que le faltaba a su historia. Hay clientes así, su figura se difumina y va quedando una voz en off que en algún momento abandona el relato.

Pero este se repuso.

Volvió después de un largo trago sólo para decir:

-Fue un trabajo limpio.

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