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Un whiskey para Sinatra

Esa canción que viene del lounge se llama My way y me recuerda la tarde en que le serví un trago a Frank Sinatra. Fue a finales de enero de 1980 en Río de Janeiro, un día después de su concierto en el Maracaná. Yo trabajaba en el Copacabana Palace, un hotel venido a menos, en la avenida Atlántica. Acaba de recibir mi guardia, el bar estaba desierto a esa hora. Quizá eso lo motivó a entrar o sólo fue el azar. Nunca lo sabré. Lo cierto es que con él -a quien por supuesto no reconocí en un primer momento- entró el vapor marino de Leme y una muchacha.

Cuando se acercó a la barra después de demorarse en las fotos de la vieja ciudad que colgaban desordenadas sobre el papel tapiz del local, su mirada azul me desconcertó. No era un cliente asiduo ni un desconocido. Sabía que lo había visto antes. Su porte hablaba de una persona importante. Entonces con señas la muchacha me pidió discreción, me llamó con el índice y me dijo al oído:

-Es Frank Sinatra.

Quedé petrificado. Él sonrió. Ella era su guía y traductora. Cuando me recuperé, me explicó que él andaba de incógnito y se había negado a que los guardaespaldas entraran con ellos. Sinatra dudó ante un martini o un whisky, pero al ver la botella inconfundible la señaló decidido, le pidió a la chica y ella tradujo:

-Dos medidas de Jack Daniels, una de agua y tres cubitos de hielo.

El trago del perfecto caballero, dije para mí. Sabía que era su predilecto y en un minuto me dispuse a prepararlo. En esos sesenta segundos espléndidos, interminables, él trató de explicarle las diferencias entre un whisky de Tennesse, como su preferido, y un bourbon. Recordó que en su clan, lo que quedaba del viejo Rat Pack de Humphey Bogart y Lauren Bacall, el viejo Jack era bien recibido: Dean Martín lo tomaba seco y Sammy Davis Junior con Cocacola. A la traductora parecía estorbarle su juventud para entender las maravillas que el cantante le narraba, no obstante lucía encantada por esa voz cálida de sesenta y cinco años. Al terminar el minuto serví el whisky y un vaso de agua para ella.

Entonces él lo campaneó con deleite, me miró, entrecerró los ojos y dirigiéndose a la chica pronunció en portugués “¿Antonio Carlos?”, preguntando por supuesto por Antonio Carlos Jobim, con quien había grabado a dúo muchos años atrás, en 1967, en Hollywood. Ella había sido arrullada con bossa nova y le resultó fácil hacerle un resumen de Jobim que ineludiblemente la llevó hasta Vinícius de Moraes.

Luego le mostró el reloj.

Él terminó el trago,  ella canceló en cruzeiros y se despidieron.

Eso fue todo.

-¿Nos tomamos un whisky de Tennesse?

-Pediré que repitan la canción.

Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Arianna Negron

    Lo maravilloso de este relato es la magia que surge entre la narración corta y la bebida del destilado

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