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Rum and Coca-Cola (I)

Nuestro barman literario, Ángel Gustavo Infante, brinda en dos entregas la historia de una canción que resume el siglo XX: un calipso que deviene en guaracha y culmina en pop español.

Un gánster en Trinidad

El brillo de los aros de la steel band obligó a Morey Amsterdam a protegerse antes de salir del avión. Al pie de la escalerilla, detrás de los tambores de acero, esperaba también un conjunto de calipso para darles la bienvenida a los pasajeros del chárter procedente de New York. El hombre enfrentó la reverberación con lentes oscuros y sombrero panamá y fue a integrarse al grupo que pisaba la isla por primera vez para disfrutar el carnaval de 1944.

Morey era un perfecto desconocido en las West Indies. Todos los elementos jugaban a su favor: su apellido apenas le podría evocar la capital de los Países Bajos a los funcionarios de aduana; su nombre –una derivación del verdadero, Moritz- era sólo eso, un nombre; su cara de ave había permanecido oculta en las comedias radiales y su talento como compositor hasta ese momento no superaba los límites de La Gran Manzana. «Después de este viaje todo será distinto», pensó al descubrirse para saludar a la comparsa que avanzó detrás de los turistas.

El agasajo en el salón principal del Aeropuerto de Piarco concluyó con una copa de piña colada. El comediante no soportaba el ron blanco y trató de cambiar el cocktail por rum and Coca-Cola. Y así lo pidió, como una clave de entrada a la isla, y no como cubalibre, nombre común en las Antillas y en tierra firme desde principios de siglo. La joven que servía los cocteles endulzó su negativa con una sonrisa y le susurró parte del estribillo de un calipso de moda, orgullo de los trinitarios:

Drinkin’ rum and Coca-Cola
Go down Point Koomahnah
Both mother and daughter
Workin’ for the Yankee dollar

Amsterdam lo tomó como una señal. La canción era su objetivo. Tuvo noticias de ella por primera vez en la Blue Network, durante un breve descanso luego de haber presentado dos sketch en vivo. De pronto escuchó un ritmo especial, apenas un fragmento de la cinta magnética enviada desde Maracaibo -algún puerto remoto de South America-, junto a una larga misiva suscrita por un tal Lionel Belasco. Cuando la melodía despejó el estudio de grabación, a Morey se le activó el olfato de comerciante: la pieza tenía un potencial enorme. Al final de la jornada trató de rescatar la copia, pero el encargado de las selecciones le informó que ya la habían desechado –es decir, destruido- por tratarse de música de negros y sólo le ofreció algunos pedazos arrugados de la carta de Belasco.

No pensó en otra cosa durante los treinta minutos que duró el trayecto entre el aeropuerto y la capital. La algarabía del grupo al bordear el Golfo de Paria no logró distraerlo. El fin de la guerra parecía inminente. La victoria de los Aliados significaba el triunfo de los Estados Unidos y ese poder venía concentrado en una botella que ofrecía “un refresco intelectual, una bebida abstemia”, como su inventor, el viejo Pemberton, había apuntado en la etiqueta. Se imaginó el estupor en la cara de la gente al abrirles la puerta a los vendedores y no pudo evitar una carcajada que dejó atónitos a sus compañeros de viaje.

Una valla de Coca-Cola los recibió en Puerto España. Él volvió a reír con discreción y de momento sintió envidia del genio que había creado un slogan a partir de un mal chiste o, en todo caso, de un chiste absurdo. Lo de la “bebida abstemia” podía entenderlo por el cerco al consumo de alcohol que, mucho tiempo después, daría paso a la gran prohibición que los mantuvo sometidos hasta 1933; aunque el abstemio tenía que ser el bebedor, no la bebida; pero lo del “refresco intelectual” le parecía sencillamente descabellado. Quizá con algún retoque podría incorporarlo a su repertorio.

Imagen: María Eugenia Martínez

The Calypsonians

Después de la cena, Amsterdam tuvo que inventarse una excusa válida para evadir el programa de ese tour conformado por gente mayor: el conjunto aparentaba una edad promedio de cuarenta años. Él era uno de los integrantes más jóvenes, tenía treinta y seis, y no podía alegar agotamiento en contraste con la energía y el entusiasmo reinantes. De modo que se negó a ir con ellos bajo el pretexto de esperar una llamada de un socio de New York.

Cuando el lobby del hotel quedó vacío el hombre salió a dar una vuelta. Necesitaba conocer los tratos de la noche. Necesitaba oler y escuchar a la ciudad hasta encontrar la razón que había exprimido sus ahorros. El destino –ayudado por los datos puntuales de un bell boys– lo condujo al lugar adecuado: un bar discreto, sin mayores atractivos, que le hizo recordar “el antro”, un speakeasy en Chicago donde había trabajado bajo las órdenes de Al Capone.

Morey entonces era un pillo del montón que apenas había alcanzado a ver de lejos al Rey del hampa; pero en aquel momento su memoria le sumaba centímetros a esa figura mediana, impecable, poderosa, y adoptaba recuerdos que describían con precisión los surcos dibujados en pleno rostro por la navaja de Frank Gallucio, e imaginaba la mirada magnética, alucinante, que desafiaba los flashes cuando lo recluyeron en Alcatraz en 1934.

La diferencia de este bar residía en la pacífica convivencia entre la austeridad y la fiesta, la cual era ilustrada, a la derecha de la barra, por una muestra de retratos de los más famosos Calypsonians. Morey repitió la clave: rum and Coca-Cola y campaneando la mezcla se plantó ante las figuras en blanco y negro del alto mando rítmico integrado por Roaring Lion, Lord Caresser, Lord Invader y Lord Kitchener.

Al observar el interés del turista y confirmar su origen, el barman, haciendo honor a su oficio, se prestó a ilustrarlo. Le contó la vida y milagros de aquellos músicos y se detuvo en el más popular: Rupert Grant, un hombre de treinta años cuyo nombre artístico era Lord Invader. Su fama procedía del éxito que andaba en boca de todos y que llevaba el mismo nombre de los dos tragos que él le había preparado con el ron Angostura y la bendita gaseosa, dijo acercándole ambas botellas.

El negro le pareció un tanto excéntrico. Detrás del micrófono lucía como un cowboy: sombrero de paja de ala ancha y camisa manga larga de bolsillos cuadrados sobre la cual flotaba una seda a modo de corbata. La oportuna interrupción del barman puso en sus manos una joya: la copia de la pieza en vinilo de 78 rpm que la Wurlitzer del local no reproducía gracias a los defectos propios de un disco casero y rudimentario.

Tres días después, al reclinarse en la butaca del avión que lo llevaría de vuelta a casa, Morey Amsterdam no pudo reprimir el gesto de acariciarse la mejilla izquierda, como solía hacerlo su antiguo jefe sobre la cicatriz que le valió el apodo de Scarface.

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