En las tardes de lluvia suelo atender pocos clientes. Algunos entran a escampar y son como pasajeros silenciosos: ordenan por señas, juegan con el celular y se esfuman. Otros conversan sin sentido o discuten con el televisor. Llega algún asiduo -o habitué, como dicen los sureños- a tomar una cerveza y hablamos del tiempo o del partido de fútbol (un barman debe saber de todo, incluida la meteorología). Y a veces vienen a refugiarse “los raros”, como diría Rubén Darío, aquellos personajes que te cuentan historias insólitas, te leen la mano o las cartas, te presentan proyectos imposibles o, simplemente, recitan poemas o comentan sus últimas lecturas. Estos, además de entretener, tienen en común muy buen gusto: no piden “lo de siempre” ni se conforman con cualquier trago, saben leer las etiquetas del vino, conocen de cocteles y, lo más importante, disfrutan la bebida.
Ayer tuve el placer de escuchar a uno de ellos. El día estaba tan húmedo como la madera del piso y eso lo condujo a esta barra. Primero pidió un orujo y se lo tomó en silencio. Después pidió media botella de un tinto maduro. Lo cató con gracia y dijo de pronto:
-Nada como los viñedos, cuyas hileras multiplican el mosto y se internan en la memoria de la tierra. Hubo aquí en Caracas un decadentista que habló de ellos: Pedro César, el hijo del primer Ministro de Educación del país y Rector de la UCV en el siglo XIX, don Aníbal Domínici. Y este Pedro César, estando en París en 1904, publicó una novela titulada Dionysos, donde describe “las viñas glaucas” de Asclepiades, un viejo griego de la época de Pericles.
Tomó un trago y, al parecer, citó de memoria:
-Los durazneros y los cerezos amparaban aquellas vides de los rigores del mal tiempo, las lluvias prolongadas y el calor estival que abrasa y destruye la planta; pero no les quitaban el sol, muy necesario a los viñedos florecidos.
Luego observó la copa al trasluz y añadió:
-Está claro que el bueno de Pedro César nunca vio un viñedo aquí, aunque de seguro disfrutó de unos cuantos vinos importados por la pasión de Guzmán Blanco; pero leyó sobre ellos, que es más importante, y luego viajó, vaya si viajó: fue diplomático. Y quizá haya estado en Roma en 1949 cuando Cesare Pavese concluye su exquisita novela La luna y las fogatas, donde el narrador regresa a Gaminella, su pueblo natal, y contempla “los viñedos blancos bajo la luna”, hasta reconciliarse con el pasado.
Aquí volvió a empinar el codo y a hacer gala de su prodigiosa memoria:
-El calor no parece bajar del cielo sino ascender desde la tierra, desde el fondo de los viñedos, devorando las hojas verdes hasta volverse puro sarmiento. Es un calor que me gusta, tiene su aroma: dentro de este aroma estoy yo también, pues él contiene vendimias, siegas y caídas de hojas, tantos sabores y tantos deseos que ya no sospechaba llevar en el cuerpo.
Lo escuché con gusto durante el resto de la lluvia hasta verlo internarse en los viñedos blancos de la noche.