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El sentido del gusto

Mi padre fue devoto de don Mariano Picón Salas a quien atendió en varias oportunidades en el bar del hotel Tamanaco. Ahí, detrás de la barra, conoció -o más bien sirvió- a muchas celebridades como Aldemaro Romero, Renny Ottolina o La Lupe; pero hasta el final de sus días sólo recordó con especial aprecio al viejo humanista merideño. Al punto de que ahora, a mediados de 2017, las distintas versiones de sus encuentros, moduladas por una arterioesclerosis progresiva, vuelven a mí con frecuencia:

-Eso fue en 1961 cuando salió el ron Cacique. Todo un acontecimiento. Don Mariano tendría unos sesenta años y ya estaba de Regreso de tres mundos, como gustaba decir refiriéndose a su libro más reciente. Era un hombre de mundo, sin lugar a dudas.

Aquí solía carraspear por largo rato e iba por un trago de ron. Luego continuaba más o menos así:

-La primera vez se acodó en la barra con la mano en la barbilla, los lentes y el inseparable cigarrillo que lo envolvía en una nube de humo. Tenía ganas de hablar. Al segundo Old Parr en las rocas dijo como pensando en voz alta: “Las nuevas generaciones han perdido el sentido del gusto y hasta cometen el sacrilegio de beber whisky durante las comidas”.

Yo me limité a asentir y me dispuse a escucharlo: sabía que se trataba de alguien muy principal por el modo como lo saludaba la gente.

-Ala, Paco –continuó más relajado, alguien le habría dicho que mi nombre era Francisco- que eso era antes, porque ahora es otra cosa. Beber, bebemos todos…

Y aquí mi viejo invariablemente hacía una pausa, sonreía, me picaba un ojo y se echaba otro trago:

-Don Mariano solía remontarse a principios del siglo cuando existían las botillerías españolas de grandes espejos y mesas de mármol donde los parroquianos libaban el cognac Hennesy. Cuando, para decirlo con sus palabras: “La vida tenía menos prisa y más gracia” y usted podía acudir a La Cervecería de la Torre que ofrecía unas deliciosas tostadas de queso amarillo y un sólido chocolate español. Hasta 1925 cuando el “Whiskey and soda” llega para quedarse y sustituye a los licores mediterráneos.

Luego de un breve silencio y otro ron, continuaba celebrando las ocurrencias del maestro:

-En aquella Caracas “pre-petrolera” -una palabra que, por cierto, le parecía antipática-, decía que el afrancesamiento se expresaba en trajes, en perfumes y en el Champagne Cliquot derramado en los matrimonios y grados académicos. Y llamándome con la mano para que me acercara, añadía en secreto: “Las mujeres se vestían con los modelos de la Compañía Francesa que parecían reproducir las figuras de Toulouse Lautrec y de Renoir, aunque el exceso de plumas, de cabellera y de punzones en el sombrero no estuviera de acuerdo con la circunstancia climática”.

Después papá callaba. Terminaba el trago y salía al balcón. Hasta el día siguiente cuando volvía a contarme lo mismo por primera vez.

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