Casanova: este veneciano retrató toda una época en narraciones que incluyen sus gustos gastronómicos
Venecia se da el lujo de poseer el carnaval más elegante del mundo. Una fiesta que, en cierto modo, recoge el espíritu del Settecento. Caminar por las callejuelas venecianas durante esos días es encontrarse con el poderoso pasado de la República Serenissima. Trajes lujosos y barrocos, máscaras para ocultar la identidad o para jugar al espía -pues esto facilitaba el poder descubrir a los enemigos y críticos de la aristocracia- y grandes bailes, como el del hotel Mónaco, donde hace tres siglos funcionó el Ridotto: un salón de juegos visitado a menudo por uno de los venecianos más famosos de todos los tiempos: Giacomo Casanova.
Casanova fue un hombre que no pudo haber existido en otro lugar. Su Venecia fue pecado y santidad, como nos lo muestran Thomas Mann en su novela Muerte en Venecia y Lucchino Visconti en su versión cinematográfica.
Casanova cultivó múltiples disciplinas: música, literatura, política y la seducción. Como buen liberal la masonería no le era extraña. Su cultura bordó una personalidad marcada por la libertad, una actitud que en todos los tiempos ha molestado a quienes ejercen el poder. Giacomo Casanova era indomable en su pensamiento y en la cama, al menos así lo dibuja la leyenda.
Experto en las artes amatorias, no dejó fuera de su universo otros placeres, entre ellos la buena comida, de allí que también le dedicara tiempo a la gastronomía. Sobre este veneciano llueven las anécdotas, aunque no todas son ciertas. Se dice que desayunaba con varias docenas de ostras, pues estas se encuentran en la lista de afrodisíacos. Aunque los historiadores no dan por verdadero este capítulo de su vida, coinciden en señalar el doble uso dado a este molusco, porque además de comerlos en abundancia, también eran una especie de juguete erótico, pues él solía deslizar las ostras en el escote de la dama enamorada y luego las absorbía con su boca o simplemente viajaban de la boca de la amante a la suya. Estos eróticos ejercicios iban reforzados por la champaña y el vino Canary, que procedía de Canarias, del cual era un gran aficionado y lo usaba como pócima de seducción. Se elabora con Malvasía vendimiada muy madura y pasificada en los secaderos de cañizo.
Repasando su autobiografía titulada Histoire de ma vie, encontramos a un gran observador de su tiempo. Sus narraciones dibujan en detalle la sociedad de una época. Asiduo a las élites, conoció y compartió la buena mesa. En sus páginas, que en ciertos capítulos se transforman en un recorrido por el erotismo, hace especial mención de las trufas en su alimentación e incluye al chocolate, el cual había llegado a Europa en el siglo XVI y él consumía como poción espumosa mientras seducía a su conquista.
Entre sus preferencias, en cuanto a vinos, figuraba el Burdeos, específicamente el merlot, cepa originaria de esa zona; la champaña, imprescindible para cualquier conquistador; el Tokay, que comenzó a tener presencia en Europa en el siglo XII y que hoy su producción se circunscribe a Hungría y Eslovenia; el Oporto, ese gran fortificado portugués que debe disfrutarse con moderación porque suele doblegar la voluntad más férrea, al igual que el jerez andaluz que en 2019 se llevó el título del mejor vino del mundo gracias al Tío Pepe Cuatro Palmas; y el moscato de Asti, espumoso, seductor, y un excelente aperitivo.
Casanova era un buen bebedor: tomaba a la par de sus compañeros de mesa, pero el alcohol no hacía efectos en él. Se cuenta que en el carnaval de 1761, se encontraba en Roma y asistió a un banquete que ofrecía Lord Tallow. La narración habla de 24 comensales que consumieron cien botellas de vino. El resultado: todos borrachos menos Casanova y el poeta Poinsinet, quien solo tomó agua.
En sus memorias revela el gusto por los platos refinados como el bacalao de Terranova, de suculenta carne, pero hoy en día sometido a veda por miedo a su extinción. Casanova lo consumía con bastante mantequilla. Era aficionado a los quesos grasos.
Consideraba que el vino ejercía cierta liberación de la libido, por ello este no faltaba en sus citas con las damas, como tampoco estuvo ausente en su primera experiencia amorosa, a los 16 años, pues llevaba consigo vino de Chipre, la denominación de origen más antigua del mundo.
Sentía gusto por los borgoñas y en sus viajes preguntaba por los vinos locales para descubrir nuevas sensaciones. Otro dato que plasma en su autobiografía es su afición por el Hermitage Blanche del Valle del Ródano, en la actualidad muchos conocedores consideran que de esa zona gala provienen los mejores. En su lista también aparecen los de Graves. Allí se produce un clarete que se conoce desde la Edad Media, además, en esa zona de Francia conviven varias DOC.
Cuando Casanova habla de vinos italianos, encontramos referencias a los Chianti, la Malvasía de Raguse, el Montepulciano, el de Orvieto y el de la Romagna hecho con uvas Sangiovese. Considera excelente el vino de Gatta y el tinto de Friuli.
Viajó por toda Europa y en cada país solicitaba sus preferencias. En Madrid ordenaba criadillas de cabrito lechal. En Francia ordenaba carnes de cacería, pero cuando estuvo en Londres, se quejaba porque no encontraba una buena sopa, ni postres.
Este hombre que llegó a conocer a Catalina de Rusia, que compartió mesa con eruditos, que amaba a las mujeres sin importarle su condición, que era un observador de la vida, terminó sus días ejerciendo como bibliotecólogo en el castillo del conde de Waldstein, donde escribió varias obras, entre ellas la ya mencionada Historia de mi vida, que más que una biografía, es un paseo por la Europa de su tiempo.
Su prodigiosa memoria resultó la principal aliada y, gracias a ella, aquellos placeres estuvieron presentes hasta el final de su vida. De allí que escribiera: “¡Estos son los placeres de la vida! Pero ya no puedo procurarme otra cosa que el placer de seguir gozándolos con el recuerdo. ¡Y pensar que hay monstruos que predican el arrepentimiento, y filósofos necios que sostienen que los placeres no son más que vanidad!”.
Mayte Navarro
@mainav