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La bohemia (III)

El final de la hora verde

Una larga estela dejó la Belle Époque en París: el retrogusto de la absenta que le brindó al siglo XX las alucinaciones del XIX. Todas las tardes, de 5 a 6, el hada que frisaba los 90° de alcohol compuestos de ajenjo, hinojo y anís, animaba “La hora verde” en los cafés y tabernas; hasta que en 1914 la Primera Guerra Mundial arrasó no sólo con la belleza, sino también con las ensoñaciones y el elixir que las producía.

Aquella hora iluminaba las calles del Quartier latin, de Montparnasse o del viejo Montmartre, donde el arte y la excentricidad paseaban tomados de la mano de Amadeo Modigliani, de Georges Braque -que amaba el boxeo y el acordeón tanto como la pintura y solía hacer sombra y cantar entre giros, fintas y ganchos, para luego discutir con Pablo Picasso los principios del cubismo- o de Guillaume Apollinaire, quien a menudo recordaba la ciudad del vino y de la luz con voz meliflua:

Qué hermoso era París a fines de septiembre
cada noche se convertía en una viña cuyos pámpanos
extendían su luz por la urbe y allí arriba
astros maduros picados por los pájaros ebrios
de mi gloria esperaban la vendimia del alba.

En los felices -o locos- años veinte la metrópolis muestra una bohemia importada. Ya no se trata  de “la juventud pobre que se consagra a las artes y lleva su miseria con orgullo”, de Gómez Carrillo. Ahora es toda una generación que por perdida que parezca, como la llamaría Gertrude Stein, se orienta muy bien en el laberinto de la noche en busca de los abrevaderos que la ley impulsada por el senador Andrew Volstead había clausurado en los Estados Unidos. La prohibición –o Ley seca- desarrolló el sentido de supervivencia en Ernest Hemingway, John Dos Passos o Francis Scott Fitzgerald, quienes debieron cruzar el Atlántico parar seguir sobre-bebiendo y escribiendo en los cafés de Saint German des Prés: Le Dôme, La Rotonde y Le Select.

De la zarzuela al café

Henry Murger resucita en el Teatro de la Zarzuela de Madrid con la inspiración de los libretistas Guillermo Perrín y Miguel de Palacios, y del músico Amadeo Vives, quienes montan la pieza “Bohemios” basada en las escenas de aquella vida que Murger retrató con fidelidad y Puccini convirtió en ópera.

Por el teatro desfila toda la generación del 98 para luego discutir sobre los efectos de la zarzuela que circulan en el torrente sanguíneo de varios miembros. Son muchas las tertulias en el Café de Madrid, en la Cervecería Inglesa, en el Gran Café (antiguo Café de José Fornos), en el Café Lion d´Or, en el Nuevo Levante o en el Café Pombo. (Por cierto, en este último, José Gutiérrez Solana pintó al oleo en 1920 un retrato colectivo que reproduce la tertulia animada por Ramón Gómez de la Serna, en la cual destaca la presencia de nuestro Pedro Emilio Coll. El cuadro pertenece a la colección del Museo Reina Sofía, donde se exhibe actualmente).

Una de las figuras centrales de la noche matritense es el escritor manco Ramón del Valle-Inclán, quien perdió el brazo izquierdo tras un bastonazo que le asestara su amigo Manuel Bueno para poner fin a una acalorada e inútil disputa; lo cierto es que, al acabar con la pelea, el golpe también terminó con el actor que Valle-Inclán iba siendo –ya había adquirido renombre representando en las tablas a los personajes de Jacinto Benavente-, razón por la cual no le quedó otra que entregarse de lleno a la literatura.

Ramón María del Valle-Inclán

A partir de entonces, Valle -que por fortuna era diestro- escribió con una sola mano una infinidad de libros. Entre otros, su novela más famosa Tirano Banderas (1926) y dos años antes la pieza teatral Luces de bohemia, con la que inaugura el género del “esperpento” para llorar y reírse un poco de sí mismo y calcar la vida de sus amigos a partir del protagonista Max Estrella, basado en el escritor y periodista Alejandro Sawa, íntimo de Rubén Darío y de Paul Verlaine, entre otras celebridades de la poesía.

El brindis latinoamericano

De este lado del mundo la juventud anduvo tan ocupada con la política que poco espacio le dejó al ocio creativo y al nomadismo; no obstante, durante muchos años imperó en el público una noción que identificaba al tema que nos ocupa con los días de vino y rosas en que los excesos ganan la partida entronizando al borracho, sin advertir que la bohemia es un modo de vida y lo otro es un estado transitorio. De allí que, mientras el bohemio acaricia proyectos y produce obras -generalmente bañados en alcohol y otras sustancias-, el borracho se sumerge en alcohol para nadar entre sueños y pendencias hasta la orilla del nuevo día que lo sanciona con una inmensa resaca.

En la primera mitad del siglo XX nuestros jóvenes artistas se reúnen en peñas para desmontar el mundo y reconstruirlo. En Caracas el doctor Díaz Rodríguez describe un “ghetto de intelectuales” en San José del Ávila cuyos integrantes esconden el trago al momento de la foto, en Buenos Aires se abren fumaderos de opio y crece el gusto por la cocaína, y en México nace un interminable monólogo en verso en la pluma de Guillermo Aguirre y Fierro que traspone los límites de la ciudad letrada y es recitado hasta por las amas de casa:

En torno de una mesa de cantina,
una noche de invierno,
regocijadamente departían
seis alegres bohemios.
… en todos los labios había risas,
inspiración en todos los cerebros,
y, repartidas en la mesa, copas
pletóricas de ron, whisky o ajenjo.

Esta bohemia mestiza luego se emborrachará en la “revolución con pachanga” como el chileno Jorge Edwards -según Vargas Llosa- llama al proceso cubano que tuvo sus encantos en la década de los años sesenta cuando un ícono de rebeldía inflamó el espíritu de mucha gente: el retrato del Che Guevara hecho por Alberto Korda, que después la industria pop se encargaría de grabar hasta en las patinetas.

Es aquí cuando entran en escena “el bohemio ya sin fe” de Feliciano y los felices muchachos de Aznavour referidos en la primera entrega de esta serie. Y mientras en las tascas un coro destemplado sigue las letras de la Nueva Trova, en las plazas y parques aparece una tribu de pelos largos y pantalones campana con principios importados de la contracultura californiana cuyo lema es “Amor y paz”.

Arte de anochecer

En América Latina cada familia alojaba en su seno a un hippie y a un guerrillero. Eso era lo normal. Y ambos compartían con los intelectuales del momento: en Bogotá con los nadaístas de Gonzalo Arango y en Caracas con los balleneros de Caupolicán Ovalles. De la bohemia de El Techo de la Ballena da cuenta Carlos Noguera en Historias de la calle Lincoln (1971) y luego de la transformación del grupo en La Pandilla Lautreamont, suerte de brazo armado de La República del Este como diría Caupolicán, Denzil Romero anotará la vida del bulevar de Sabana Grande en Parece que fue ayer (1991).

La república de la última bohemia caraqueña del siglo XX estuvo alojada en El Triángulo de las Bermudas, llamado así porque quien entraba en ese espacio conformado por los bares de Il Vecchio Molino, La Bajada y el Camilo´s, en la avenida Solano, no volvía a salir sobrio. Allí, las mentes más brillantes de nuestra literatura practicaron durante muchos años el arte de Pepe Barroeta:

Pepe Barroeta

Hay un arte de anochecer,
un descenso en la entrada del día
a la completa oscuridad.
Un intermedio donde es necesario
recibir y saber todo sin estremecimiento.

La bohemia hoy

La industria cultural remasterizó los ecos híbridos de Freddie Mercury y, necesariamente, cambió el sentido original. Al parecer aquel pintoresco modo de vida fue absorbido por la moda y ahora se expresa en un estilo conocido como Boho chic, que podría traducirse como esa “elegancia bohemia” que va a caballo entre la Alta Costura y el Prêt-à-porter y se distingue en una indumentaria relajada, “romántica”, un poco hippie.

No obstante, en 2004 la escritora inglesa Laren Stover clasificó en cinco grupos a los herederos de aquella “tribu profética de pupilas ardientes”. Los sobrevivientes como aparecen en el Manifiesto bohemio: una guía para vivir en el límite, son los siguientes: The Nouveau Bohemian (modernos, adinerados, glamorosos, artísticos e inconformes). The Gypsy Bohemian (gitanos y expatriados: hippies, soñadores y mochileros). The Beat Bohemian (pobres, vagabundos y utópicos). The Zen Bohemian (espirituales y desprendidos). The Dandy Bohemian (pobres e incoherentes pero glamorosos).

En conclusión: la bohemia es imperecedera, pues se basa en el principio del eterno retorno. Cuando sus miembros languidecen y parecen extinguirse, vuelven bajo otros nombres. De modo que ahora puede usted retornar a la primera entrega de esta serie que hoy concluye para descubrir al posible bohemio que hay en esa persona que acaba de sentarse a su lado, en la barra de esta cantina.

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