¿Te acuerdas de La isla del tesoro?
Robert Louis Stevenson vivió a contracorriente. Muy temprano la mano de Dios le inoculó el virus de la escritura y el futuro novelista escocés se negó a ser otro constructor de faros, como lo mandaba la tradición familiar. Pronto echaría por la borda el resto de los sueños paternos al oponerse a estudiar ingeniería, desechar la profesión de abogado y, para colmo, casarse con una mujer norteamericana diez años mayor que él, madre de tres hijos, que en 1875 -con la intención de convertirse en pintora- llegó a París desde el Lejano Oeste con una pistola al cinto y un cigarro en la boca.
Con la ayuda de la singular Fanny Van de Grift Osbourne, Stevenson sostuvo su precaria salud por el resto de la vida. Fueron catorce años de amor al fuego del alcohol y el arte, durante los cuales el escritor envuelto en calenturas arrastró una respiración pedregosa entre Edimburgo y Samoa, donde finalmente lo venció la tuberculosis en diciembre de 1894.
No obstante, la incipiente rebeldía de Stevenson fue relativa. Si bien se negó de plano a construir faros como su abuelo, sus tíos, sus primos y su padre; ello no significó que abandonaría a los marineros a su suerte, como lo demuestra a los treinta y tres años de edad con su primera novela, en la cual alumbra, de un modo muy distinto, a esos personajes imprescindibles en su entorno insular.
El faro de La isla del tesoro fue el placer. Todo comenzó como un juego con el pequeño Samuel, el segundo hijo de Fanny, como nos lo cuenta Manuel Prieto:
En un verano, de vacaciones, el escritor se acercó a su hijastro, que entonces tenía 12 años, mientras este acababa de pintar un mapa con sus acuarelas. Era el mapa de una isla y el escritor no pudo aguantar su afán por contar historias y comenzó a darle nombre a los lugares del dibujo del niño y al final escribió en una esquina del papel La isla del Tesoro. Y mientras iba inventando, iba contando a su hijastro que había un tesoro enterrado, unos piratas, una isla llamada del Esqueleto que ocultaba algunos secretos, que un hombre había sido abandonado en aquellos lugares… Al día siguiente, Stevenson había escrito el primer capítulo. Y a partir de aquel primer texto, como una rutina más de las vacaciones, el escritor creaba un nuevo capítulo cada jornada y luego lo leía en voz alta a su familia.
Y este juego no sólo dio a luz un clásico de la novela de aventuras: también le allanó el camino al chico que en un futuro no muy lejano escribiría a cuatro manos con su padrastro y se haría narrador a comienzos del siglo XX bajo el nombre de Samuel Lloyd Osbourne.
La canción de Stevenson
Por fortuna en aquella época victoriana la novela británica, aparte de tener el decoro como norte, no sigue un movimiento específico, como en el caso de Francia donde Émile Zola impuso el método experimental para diseñar un relato naturalista con el cual aspiró a desentrañar los móviles de la pasión.
Lo de Stevenson fue más light. No obstante, se inscribe en una odisea que tiene en Defoe y Swift ilustres antecedentes locales, quienes imprimieron sus textos en los años de la gran embriaguez londinense, un período conocido como la crisis de la Gin Craze, debido al altísimo consumo de ginebra en la metrópoli. Y este es justo el momento en el cual arranca La isla del tesoro.
Es el año 1763 cuando Jim Hawkins, vecino de Black Hill Cove, toma la pluma para satisfacer los ruegos del hidalgo Trelawney y del doctor Livesey, quienes le piden que ponga por escrito la gran aventura vivida. El redactor acude a su memoria para reconstruir el pasado remoto de su adolescencia ubicado entre Robinson Crusoe y Los viajes de Gulliver, cuando los mares indomables estaban infestados de piratas que trasegaban ron sin piedad.
De allí que el primer personaje que entra en la posada “El almirante Benbow” sea el capitán Billy Bones, un viejo lobo de mar “curtido por la intemperie y con el rostro surcado por la siniestra cicatriz de un tremendo sablazo…”, quien enseguida le exige al padre de Jim una copa de ron para beberla despacio, “como un catador experto, paladeando los sorbos y espaciándolos largamente…”, antes de emborracharse y cantar dos estrofas que se insertan en la novela a modo de leitmotiv:
Quince hombres sobre el cofre del muerto,
¡ah, ja, jai!
¡Y una botella de ron!
La bebida y el diablo se encargaron del resto,
¡ah, ja, jai!
¡Y una botella de ron!
Esta es la canción de Stevenson que causó tanto revuelo a partir de 1883 cuando la novela se edita en forma de libro por primera vez. Un estribillo basado quizá en algún himno marinero conocido como saloma o shanty, según Emilio de Gorgot, quien añade: “Las salomas eran canciones que las tripulaciones de los barcos solían entonar mientras trabajaban, así que iban cambiando conforme saltaban de una embarcación a otra. Sencillas y rítmicas, amenizaban tareas repetitivas como tirar de los cabos o remar, eran poco poéticas cuando no directamente obscenas, y rara vez sonaban en las tabernas portuarias…”.
El relato avanza con la Hispaniola, la nave que conduce a la maniquea tripulación hacia la isla. Durante el trayecto, los buenos (léase el hidalgo y el doctor) toman cerveza, oporto, coñac y armonizan jerez y pasas; los malos (es decir, los piratas) beben sólo ron, un ron grueso cuyo único añejamiento se cumple gaznate abajo.
Una vez frente a la isla estalla el motín. Los jefes de la expedición tienen dos aliados para vencer a quienes quieren apoderarse del mapa que los conducirá al tesoro: el clima y el ron. El primero, por el rigor de la canícula que acabará debilitándolos. El segundo, por el efecto devastador que terminará por desequilibrarlos, como ocurre con los rabiosos guardianes de la nave: el patrón de chalupa Israel Hands y un irlandés de gorro encarnado llamado O´Brien, que pelean a muerte tras la continua ingesta del Kill-devil.
Al final, para complacer al pequeño Samuel y a toda la familia Stevenson, triunfan los buenos; pero desde el fondo de aquel verano la brisa silva las últimas frases del estribillo:
La bebida y el diablo se encargaron del resto.